Reproducimos este artículo publicado en 2009 por Pedro Benayas, ex alumno de la Escuela de Artes de Toledo y discípulo de Kalato, en la revista “Ágora” de la IES de la Universidad Laboral. Cinco años después de la muerte de su maestro, Pedro Benayas, ahora convertido en profesor, seguía recordándole con admiración y cariño. Un texto precioso que nos ha emocionado.

 

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Pedro Benayas

Muchos años después, frente a la puerta principal de la Escuela de Arte y oficios de Toledo, recuerdo aquella tarde en la que me encontré delante de un oscuro pasillo que llevaba al taller de talla en piedra. Un hall, tuerzo a la izquierda, bajo unos escalones y llego a la puerta grande de madera, antigua y raída por el tiempo, marrón oscuro parece su color, un pomo de zinc en forma de esfera, lo giro y no se mueve, y entonces me doy cuenta de que en realidad solo hace falta empujar un poco la puerta.

Dentro, un hilo de luz indicaba que había alguien. La oscuridad general me puso en alerta y busqué rápidamente una salida de aquel lugar. Sabía desde el primer momento que no existía; un escalofrío recorrió mi espalda y me pregunté “¿Y si hay fuego por dónde salgo?”

Aunque el problema del fuego no era lo que allí me había llevado. Hice caso a Julián: él me llevó allí. Con su devastadora lógica, que nunca entendí del todo, negarme resultaba difícil, había perdido la partida y no había posibilidad de vuelta atrás.

Seguí adelante y pregunté por el profesor de talla en piedra a un personaje que estaba al fondo de la sala. Mientras que la figura dejaba un libro en la mesa y se acercaba lentamente al interruptor, me fijé en las paredes donde colgaban esculturas de escayola y otras de diversos materiales: manos, brazos, piernas, cabezas, torsos y ornamentos con hojas de acanto, laurel, espigas, etc., todo ello, bajo la temblorosa luz de un flexo que se adivinaba bermellón.

“hágase la luz” pensé. Cuando el personaje del que sólo había visto la silueta llegó a la pared y pulsó el interruptor, una luz fluorescente inundó todo el espacio revelando sus secretos. A mi alrededor tomaron forma el Doríforo, la Venus de Milo, el Discóbolo de Mirón, la cabeza del David, lo pies del Auriga, trozos del friso del Partenón, el éxtasis de Bernini, la cabeza de la piedad de Miguel Ángel, el torso de Belvedere, el pensador de Rodin, el Espinario y un sinfín de esculturas enteras o en trozos, que llamaron poderosamente mi atención. Pensé que si el arte existía aquél debía de ser uno de sus escondrijos, en cada rincón, en la mesa, en las paredes, encima del armario, en lo lugares más insospechados, todo cubierto por una especie de polvo blanquecino que plácidamente el tiempo había dejado caer.

Hola buenas tardes.

-Hola ¿qué es lo que quieres?

-Busco al profesor de talla en piedra.

Comprendí que la persona que estaba delante de mí era él, justamente el que iba buscando. Respondí rápidamente indicando que había sido Julián, el profesor de modelado el que me había recomendado ir allí.

¿Sí? ¿Qué quieres?
Pues aprender a cortar la piedra
¿llevas mucho tiempo en la Escuela?
No demasiado. He pasado ya por los talleres de modelado, vaciado y dibujo y quería conocer la talla en madera, pero, como ya he dicho antes, Julián me ha enviado aquí.

Me lanzó una mirada entre curiosa e inquisitiva, tratando de leer en el fondo de mis pensamientos, en busca de una duda, o de algún elemento que le ayudara a discernir si merecía la pena enseñarme algo o si me largaría rápidamente. Creo que en aquel momento se dijo a sí mismo: “éste dura un mes como mucho”. Se equivocó. Estuve con él seis años. Su ojo clínico no le ayudó en aquella ocasión. Al parecer no era el único pues otros que pasaron por allí, se rindieron y no regresaron y volver a la soledad de los frisos y los yesos, los suaves mármoles y las pesadas mazas resultaba muy duro.

Ese día estaba ya completo. No había nada más que decir o hacer. Yo por mi parte dejé que me diera el horario y me fui. Recorrí el taller al contrario y cuando llegué a la puerta se fue la luz y quedó el flexo dando vida interior al escultor y llenando de sombras alargadas la estancia, mientras el polvo blanquecino caía con lentitud.

Las musas, celosamente escondidas en algún olvidado rincón, esperaban pacientes a que se cerrara la puerta para coquetear con el maestro.

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Escuela de Arte y Oficios de Toledo (foto: Daniel López)

Con horario vespertino no tuve problema alguno en empezar. La ilusión había emborrachado mis sentidos y por mis venas la sangre fluía más deprisa. Mi padre me mandó callar varias veces en la comida, mi madre, que parecía oírme aburrido a su vez contaba en voz alta el número de puntos que llevaba el jersey que estaba haciendo para mi hermana. Me fui, lentamente me fui. Casi no se dieron cuenta de mi ausencia. Bajando la escalera mis pasos se aceleraron. Deseaba llegar otra vez a aquel lugar, embadurnarme de moléculas blanquecinas, manchar mi ropa de trabajo y disfrutar plenamente con el vuelo de mi imaginación una vez más.

Él me estaba esperando cuando entré. La luz encendida. Se levantó.

Hola – dije
Él respondió con el mismo saludo. Llegué a su mesa y señalando una losa de piedra sin forma en su parte superior, dijo:
Vamos a comenzar haciendo un paramento.
¿Qué es eso de un paramento?
Un plano donde asentaras la escultura y allí podrás oirel canto de la piedra. Las piedras cantan cuando el cantero las corta bien. Si no, se quejan y al final explotan y rompen por donde ellas quieren: ése es su juego.

Agarró el martillo y el puntero y comenzó a golpear. La piedra obediente a sus maestras manos saltaba en trozos por donde él las dirigía. Yo, absorto, observaba la habilidad del maestro y al cabo de un tiempo no muy largo soltó las herramientas y dijo:

Tu turno.

Aquel día lo recordaré siempre. El primer martillazo que di fue a la falange del dedo pulgar de la mano izquierda, tan fuerte que me hizo ver rayos, truenos y centellas.

No dudes- decía

Y era verdad. Si no llega a ser por él en muchos momentos hubiera abandonado la idea de tallar. Pero seguí dándome martillazos en el dedo y cada vez más fuertes, pues según aumentaba mi pericia más fuertes eran los golpes al puntero y más fuertes los golpes a mi dedo. Pero he de decir que afortunadamente para mí, en el interior del armario y lleno de polvo había un botiquín para emergencias. Ese día en mi casa mis pensamientos estaban reconfortados y mi dedo morado.

Poco a poco me acostumbré, como no, a soportar golpes en los dedos, a tener la garganta seca y la cara sucia, pues la mezcla de sudor con las partículas de la piedra llenaba mis manos y untaba con ellas mis carrillos y párpados. Ya lo dijo Leonardo “el oficio de escultor es muy sucio”. Cuando ya había dado muchos goles y empezaba a manejar el puntero con cierta habilidad y había conseguido domar un poco la piedra, empezó a sonar la suave música de clink, clink, clink y de vez en cuando clonk clonkpasamos a otro instrumento, la gradina. Él se acercó tomó la gradina dulcemente entre sus dedos y golpeó con un suave barrido hacia adelante. La piedra cantaba y el hablaba de que Miguel Ángel era un maestro, sobre todo con la gradina y que tal escultor hacía esto o lo otro. Mientras modelaba la piedra como si fuera barro.

Recuerda- dijo con voz suave -: la gradina te llevará donde tú quieras si la utilizas bien

Me volvió a dejar solo ante el peligro. Comprendí a Gary Cooper, a Tarzán, a Lagardère e incluso a James Bond y lleno de admiración empecé a ver en él la sabiduría que encerraba.

Escuela de arte. Entrada a taller
Escuela de arte. Entrada a taller

Pasado cierto tiempo y después de haber sobrevivido a algunas calamidades cinco años -solo en aquel taller da mucho de si-, los dos parloteábamos de variados temas. La técnica poco a poco la fui asimilando hasta conseguir utilizar el puntero, la gradina, el cincel, los bailarines, la bujarda y el porrillo de kilo. Ya tenía el dedo normal además de cierta destreza. En un alarde de confianza y amistad tuve la ocurrencia de preguntarle cómo había empezado, no en plan artista y eso sino simplemente como había conocido la escultura. Me dijo lo siguiente:

Mi familia era humilde. Aprendí gracias a una beca que me dieron para estudiar en la Escuela de Arte y Oficios de Toledo. En mi pueblo en aquella época no había nada, nada, es decir nada de nada. Realizaba un trabajo normal que ayudaba a la precaria economía familiar y de vez en cuando mi padre me llamaba para poner algunos ladrillos. En cierta ocasión observé el hueco que había dejado un escarabajo en el yeso y me di cuenta de que, si rellenaba aquello, tendría uno. Figúrate aquello… un escarabajo, una fuente con adornos y algunas piezas que realizaba en madera era el conocimiento más cercano que tenía de la escultura, podría decirse que la había inventado, si fue un invento.

Ante aquella manifestación tan bondadosa ¿qué podría decir yo? Y Miguel Ángel, que diría si levantara la cabeza. Y Scopas, Praxíteles, Fidias, Mirón, Bernini, Rodin, Giacometti, Modigliani, Calder, Moore y tantos franceses, ingleses, españoles, italianos, alemanes por no incidir en el arte africano y demás personajes que hace algún tiempo ya eran parte de la tierra y de ese polvo blanquecino?

Me quedé confundido, él siguió como si nada, sencillo, modesto, positivo, eficaz, práctico, humano. No necesitaba de lisonjas y banalidades. Era así, explicaba el arte como suyo y no de otro.

Avergonzado por mis pueriles pensamientos seguí dando golpes a la gradina hasta que en uno de ellos rompí varios dientes. En ese instante me di cuenta de que a mi maestro se le había concedido una visión de inconmensurable belleza y había quedado atado para siempre a ella.

Años más tarde lo volví a encontrar, ya jubilado en la misma puerta. Las preguntas de rigor “¿Qué haces ahora?” – de escultura nada- -tendrás que hacer algo no…?. Fue su última lección.

Hoy, recordándole, se que tengo una deuda que no podré pagar, sé también que nadie me lo va exigir, pero aún cuando tomo aquella maza, que él arregló para que yo pudiera trabajar mejor, sus palabras sobre como esculpir un paramento perfecto donde la piedra cante suave y clara, surgen serenas en mis labios.

Gracias Kalato, me encantó respirar el aire de aquel mágico taller y que sobre mi cabeza y mis manos cayera un poco de aquel polvo blanquecino.